La máscara, como objeto de ritual, se encuentra
presente en casi todas las culturas y épocas. Con el paso del tiempo, se ha ido
perdiendo su ancestral sentido religioso
para tomar un nuevo aspecto representativo y lúdico, aunque con el
cristianismo se le confiere connotaciones negativas y entra en decadencia.
Sin su
antiguo sentido ritual, pero con el mismo poder liberador, aparecen las
máscaras en las fiestas sociales, la más importante de las cuales son los
Carnavales. Sus orígenes se encuentran en las fiestas de primavera de los
pueblos paganos, revestidas de un evidente carácter orgiástico.
En los Carnavales se exterioriza el espíritu de
rebeldía contra toda regla o convencionalismo. Todos los papeles son
trastocados, y casi todo está permitido.
La más cara posee la mágica y misteriosa cualidad de
transformar al enmascarado en el personaje preferido: la imaginación permite
crear una gran variedad.
Junto con la máscara, el disfraz permite por unos
momentos salir de la tediosa rutina y transformarse en otro ser; aquí tiene que
ver mucho las frustraciones o deseos reprimidos y con este pretexto podemos ser
quien mejor nos plazca; podemos dar rienda suelta a nuestras fantasías travestistas,
anhelos de grandeza, romper con nuestras ataduras formalistas y burlarnos de
nosotros mismos transformándonos en destartalados payasos, todo es posible.
También se ha aprovechado de estos momentos de ligereza
y permisividad para dar rienda suelta a nuestra lujuria u olvidarnos de
nuestras inhibiciones amparados por el anonimato, viviéndonos atrevidos y
descarados.
Los Carnavales son la fiesta por antonomasia, la fiesta
de todos y para todos. Por eso propongo recuperar sus aspectos lúdicos y
populares, desterrando el puro espectáculo en que se ha convertido en muchos
lugares, dónde los disfrazados son
improvisados actores, mientras el resto son pasivos espectadores. Los
Carnavales hemos de vivirlos con nuestra participación, para esto sólo es
preciso un atuendo atípico y una máscara o antifaz, todo lo demás viene
corrido.